sábado, 21 de mayo de 2011

Historias de color tierra, de Kim Dong-Hwa


NA NOSA BIBLIOTECA
Como lectores aficionados al cómic en general, y al manga en particular, muchos de nosotros nos encontramos, a lo largo de nuestra vida, con obras que representan un antes y un después en nuestra existencia; obras que, quizás, podamos incuso categorizar como auténticos fetiches dentro de nuestra colección. Obras que nos calan hondo, que nos tocan la fibra sensible, que nos apasionan, emocionan e, incluso, pueden llegar a hacernos manifestar sentimientos y emociones fuera de la pura distracción o satisfacción estética.
La obra que hoy nos ocupa, Historias de color tierra, ha sido una de estas obras. Una auténtica obra de arte dentro del panorama del manhwa coreano y, seguramente, una obra maestra a tener en cuenta dentro del ámbito del cómic internacional. Pero no deja de ser una apuesta arriesgada y no apta para todo tipo de público: es una obra adulta, una bellísima metáfora sobre la mujer, la relación entre una madre y una hija, y los cambios que sufre esta última en su paso hacia la madurez. Sin duda, una obra que merece ser leída, tanto por su contenido artístico y literario, como por su expresión sincera de la condición humana.
El crecimiento de una mujer
Historias de color tierra nos cuenta, a modo de relato poético de corte costumbrista, el avance de la jovencísima Ihwa (de apenas siete años al inicio del cómic) hacia la edad adulta, pasando por su desarrollo como adolescente, con todos los cambios que ello conlleva. Estos cambios los veremos tanto en su manera de conocer y aprehender el mundo, como en su conciencia de sí misma, a medida que va descubriendo su condición de mujer, en un principio únicamente a través de las diferencias físicas con los niños de su edad, más tarde a través del descubrimiento de su propia sexualidad.
Pero Ihwa, a pesar de ser el personaje principal de la historia, no es, ni mucho menos, la única: otro de los pilares fundamentales del relato es la madre de la niña, Namwon, viuda y regente de una posada. La madre seguirá con cariño y preocupación los cambios que su hija está experimentando durante su crecimiento y veremos cómo, poco a poco, irá adquiriendo conciencia de que, a medida que su hija se encamina hacia la edad adulta, los caminos de ambas están cada vez más alejados.
Pero no sólo eso: el relato nos ofrecerá también la visión del mundo por parte de la madre, en su condición de viuda en una sociedad machista que la margina y que, muchas veces, utiliza su condición como motivo de burla. Y esta visión propia y emotiva también da lugar a los sentimientos y sensaciones de la madre como persona, como mujer: en el momento en el que aparece un afable pintor ambulante del cual ella se enamora, aparece esa necesidad emocional que, hasta el momento, parecía oculta y que cada vez se hace más evidente a medida que transcurre la obra, tanto para Ihwa como para el lector.
Ihwa también tendrá su contrapartida masculina: un joven monje budista le hace descubrir el amor, en un principio un amor muy inocente que, a medida que la niña crece, va tiñéndose de sensualidad. La belleza poética con la que el autor endulza cada una de estas relaciones entre los diferentes personajes nos hará estremecer y emocionarnos, a la vez que constituyen una intensa reflexión sobre la esencia de la mujer. Y lo más importante: una reflexión hecha por un hombre, y seguramente dirigida a un público mayoritariamente masculino.
Esta reflexión nos llega, fundamentalmente, a través de dos metáforas, como señala al final del primer volumen el crítico de cómic coreano Hwang Minho: por un lado, las flores como imagen de los diferentes personajes, identificación creada a partir tanto de sus rasgos característicos como de las emociones que éstos producen en la niña; y, por el otro, la lluvia como elemento renovador y de crecimiento de la persona, ya que cada capítulo del libro se corresponde a un episodio dentro de la vida de las dos mujeres, entre los cuales siempre hay un sitio para la lluvia. Esta lluvia se relaciona directamente con los cambios que sufre la niña durante su crecimiento, aunque también sirve para marcar otros cambios dentro de la narración, como la consumación del amor entre el pintor y la madre, o la llegada de la primera menstruación de Ihwa.
Poesía visual
En Historias de color tierra el erotismo se fusiona de forma intrínseca con las estampas tradicionales de la sociedad coreana tradicional, telón que sirve de trasfondo para todos los acontecimientos y emociones que veremos en el manhwa. Emociones que, por otro lado, el autor representará únicamente a través de imágenes sin ningún tipo de texto. Y, otras veces, ornamentando los espléndidos dibujos de la obra con textos de un alto nivel poético y artístico, mezclándose, a su vez, con la sabiduría tradicional de Corea. De esta manera, se descubre ante nosotros un autor que, con razón, está considerado como uno de los mayores autores e impulsores del cómic coreano.
El dibujo, sin duda, sorprende en ocasiones por su sencillez, aunque siempre está realizado mediante trazos y líneas finísimas, con un gusto por la belleza formal como pocas veces hemos visto. Por otro lado, en los momentos en los que el autor quiere plasmar al detalle los elementos que conforman el entorno sobre el que discurre la historia, nos veremos sorprendidos con retratos paisajísticos de gran belleza. En muchas ocasiones, creeremos estar ante una colección de antiguas estampas, como aquellas dibujadas en tinta y acuarela. Pero eso sí, nunca perdiendo de vista el desarrollo poético y argumental de la narración: en todo momento dibujo y texto van unidos irremediablemente, creciendo en densidad y profundidad a medida que Ihwa va adquiriendo su propia idea e imagen sobre el mundo que la rodea.

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