Hace dos semanas, en Moscú, visité a varias mujeres que habían pasado su juventud en el gulag estalinista. Para llegar a sus apartamentos en los enormes bloques de pisos de paneles prefabricados llamados jrushchovki, era preciso coger el metro y luego el tren o el trolebús. Allí, en la periferia de la capital, las expresas políticas me recibieron con la proverbial hospitalidad rusa. Nunca rehabilitadas del todo, recordaron los años de su cautiverio no sólo con horror. Varias de ellas me confesaron que sin esa experiencia su vida hubiera resultado incompleta.
Me costó entenderlo. Primero pensé que defendían su juventud en el gulag porque no tuvieron otra. Pero a medida que la conversación avanzaba y me mostraban sus fotos y sus libros (todas ellas erigieron en sus humildes pisos unas bibliotecas admirables), lo fui comprendiendo. Lo excepcional que esas mujeres encontraron en el gulag fue la amistad: una amistad invulnerable, abnegada, firme.
Gaira Artiómovna Vesiólaia me enseñó pequeñas libretas hechas a mano: la poesía que se escribía en el gulag. "Puesto que los libros estaban prohibidos, por las noches recitábamos de memoria esos poemas que habían compuesto algunas de nosotras; preferíamos dormir menos y humanizarnos, elevarnos con la poesía," me explicó Gaira. Entonces recordé mi reciente encuentro con Irina Emeliánova, la hija de Olga Ivínskaia que fue el último amor de Borís Pasternak y en quien éste se inspiró para crear el inmortal personaje de Lara, la heroína de Doctor Zhivago. Irina me contó que, tras la muerte de Pasternak, tanto su madre como ella habían ido a parar al gulag. Allí Irina se enamoró de un preso, traductor de poesía. Los dos enamorados se comunicaban ocultando poemas entre los ladrillos del muro que separaba el campo de las mujeres del de los hombres. Él le dejaba poesías francesas, ella poemas de Pasternak en minúsculos trozos de papel.
Valentina Grigórievna Íevleva, actriz que había pasado ocho años en el gulag de Kotlas, un desierto helado, por haber sido la hija de un "enemigo del pueblo" (a su padre lo fusilaron en los años treinta), compartió conmigo un recuerdo. Una vez, tras una brutal paliza que le infligieron los guardianes del campo, tuvieron que intervenirla en una mano. En la barraca de la enfermería por milagro encontró un libro: Guerra y paz. Era el primer libro que tocaba en muchos años. Mientras se recuperaba de la operación lo leyó a escondidas, y tan pronto lo acababa, volvía a empezarlo con avidez. Así, a falta de otros libros, leyó la novela de Tolstói cuatro veces. Al salir del gulag, la habitación que alquilaba, se llenó de libros hasta el techo: "Me pasaba los días y las noches leyendo. Era insaciable," confesó Valentina, hoy minusválida. "Puesto que después del gulag no pude rehacer mi vida -la gente desconfiaba de una antigua presa-, los libros dieron sentido a mi existencia."
Galina Stepánovna Safónova es más joven que las demás porque nació en un gulag siberiano, en los años 40. Puesto que la barraca, que de niña compartía con su madre y otras presas, era lo único que conocía de pequeña, lo vivía como algo natural. Y hasta hoy conserva los libros que las presas confeccionaron para ella. Tomé uno al azar, Caperucita roja: papeles de distinto tamaño, cosidos juntos a mano; en cada página dibujos hechos con lápices de colores: Caperucita con su cesto de regalos; el lobo con la abuela; Caperucita con el lobo disfrazado... y el texto del cuento inscrito con pluma. "¡Qué feliz me hizo cada uno de esos libros!" exclamó Galina: "De niña esos fueron mis únicos puntos de referencia culturales. Mire, los he guardado toda la vida, ¡es mi tesoro!".
Elena Vladímirovna Márkova, que había pasado más de 10 años en un régimen especialmente duro en las minas de Vorkutá, en la taiga más allá del círculo polar, me enseñó un libro de Pushkin, adornado con antiguos grabados, impreso en 1905. "En el campo, este libro de procedencia desconocida, pasó por centenares, tal vez miles de manos. Los libros tienen sus vidas, sus historias y destinos, igual que los hombres." Elena me mostró también un archivo de cartas que le habían mandado a escondidas, de una barraca a otra, algunos presos: filósofos y escritores. Con sumo cuidado toqué esos pedacitos de papel, llenos de una letra minúscula medio borrada, y constaté que hablan de Kierkegaard, Goethe, Beethoven, Gogol. Al salir del campo, a los 37 años Elena se puso a estudiar en la universidad para luego convertirse en una destacada especialista mundial en cibernética. Abandonó su carrera al cumplir los 80, hace siete años. "Todo eso gracias a los escasos libros que pude tocar en el gulag," concluye, y exclama: "Nadie se puede imaginar lo que para los presos significaba un libro: ¡era la salvación! ¡Era la belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie!"
Monika Zgustova es escritora.
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